Miro a mi interior y allí te
veo; amazona en tu corcel de dos ruedas, con el casco calado hasta las cejas y
regalándome tu mejor sonrisa.
Recuerdo nuestro primer
encuentro, yo hecha un flan y tú, avezada ya en la poética travesía, riendo de
mi miedo. Te reías de esta grumete que temblaba antes de zarpar hacia mares
desconocidos.
Cada Navidad, y como un
sueño, veo aquel Papá Noel que me esperaba en el puerto con los brazos abiertos
y esos ojos que bajo las gafas doradas escondían tu pícara mirada, divertida de
mi desconcierto. Tocando con brío la campana, venías corriendo hacia mí, con la
ilusión de una chiquilla con un juguete nuevo, levantando sonrisas a tu paso.
Recuerdo, como si fuera hace
un minuto, cuando entrabas en mi casa envuelta en prisas, mirando el reloj,
como si algo se te fuera a escapar en un instante.
Y
esa tacita de caldo caliente a la que nunca te resistías, por mucha prisa que
tuvieras. Entre verso y verso que iba apareciendo en la pantalla del viejo
ordenador, soplo y soplo, sorbo y sorbo, el calor del humeante caldo templaba
tu garganta; y tú yo discutiendo la forma de encuadrar este o aquel poema para
que quedara mejor en la cárcel de mi pequeño monitor.
Miro
a mi interior y allí te veo; amazona en
tu corcel de dos ruedas. Tu voz y tu sonrisa me acompañan y me repito una y
otra vez que no lloraré tu ausencia. No lloraré, mi amiga, no he de llorar
porque sé que no te has ido, que estás flotando en el éter; viendo nuestros
rostros asustados, nuestras miradas llenas de incredulidad y riéndote de
nosotros, ¡pobres tontos!, que aún no hemos probado el sabor del verdadero
éxito, de la verdadera gloria.
Nos
miras, pequeños ratoncillos asustados, apresados en la jaula de este mundo;
mientras tú vuelas, vuelas libre; sin rencores, sin peso, ni ataduras,
disfrutando de ese mundo del cual tanto las dos habíamos hablado.
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